
Ronald
Dworkin propone una concepción de la religión como algo más profundo que Dios,
es algo no restringido al teísmo, toda religión incluye un mínimo de dos
valores relacionados con las dos dimensiones de la vida humana: biológica y
biográfica, es decir, sobre el significado intrínseco de la vida y la belleza
intrínseca de la naturaleza. La justificación de tales valores los teístas la
encuentran en Dios, pero los ateos la encuentran en la racionalización de tales
valores; por tanto, según el autor, una actitud religiosa es abrazar nuestros
valores como una cuestión de fe –es decir, de la manera en que los teístas lo
hacen- misma que implica compromisos emocionales.
El
Estado debe optar por reconocer una libertad religiosa concibiendo a la religión
como independencia ética, no así como un derecho especial. La sociedad tiene un
derecho de ejercer libremente sus convicciones profundas sobre la vida y las
responsabilidades sin importar si derivan de una creencia en Dios o no; por su
parte, el Estado debe mantenerse neutral frente a tales convicciones. Concebir la
libertad religiosa como un derecho especial de libertad implica una paradoja
entre el reconocimiento del derecho y la actuación neutral del Estado, porque
entra a regular los casos de “emergencia” en que debe limitar el ejercicio
religioso, en cambio, concebida la religión como independencia ética obliga al
estado no a limitar sino a exponer la razones de una restricción.
Es importante
ubicar el contexto en que el autor desarrolla sus ideas, pues al ser Norteamericano
su derecho de libertad religiosa no es como lo concebimos en México, puesto que
en aquel país del norte no existe una separación tajante entre Dios y el
Estado.
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